EL ESCRITOR Y LA HONRADEZ
Juan
José Bocaranda E
Estas ideas puede que
sean “de Perogrullo”. Seguramente, también, han sido expresadas por personas
mucho más calificadas que quien esto escribe. Sin embargo, hemos de anotarlas,
pues nos
apremian de momento:
El escritor que se
deja seducir por el fin de complacer, debería abstenerse de seguir escribiendo. Primero, porque, debido a
la diversidad de ideas y de intereses que dividen el Mundo, es imposible
complacer a todos. Segundo, porque los ideales y el carácter del escritor
quedarían en entredicho si cayese en ese tipo de “oferta” sacrílega, que enturbia
su misión. Y si por decir
la verdad y defender la justicia queda sin lectores, aun en esa forma estará
cumpliendo su deber de lealtad para con ellas. Porque un escritor sin
principios es un molusco moral, que carece de la fibra espiritual necesaria
para dar cumplimiento a su misión, que es expresarse. No, enseñar, pues, a menos que se trate de una obra didáctica, no
debe conducirse por la idea de enseñar a los demás, como presunto “maestro”, lo
cual, sin embargo, no impide orientar, a condición de que ame la verdad y la
defienda, lejos de la venalidad y de la entrega.
Claro está que una cosa
es la verdad y otra lo que el escritor
supone que sea. Pero, en todo caso, debe expresar “su” verdad en forma sincera,
desde el fondo del alma. Porque si finge, si no es fiel al ideal de la verdad,
si miente, comete un “adulterio del corazón”, como alguien dijera.
Ahora bien, contrapartida
a la suposición fiel y sincera de la verdad que tenga y mantenga un escritor, es deber moral de otros
escritores, de combatir el error. El deber de criticar constituye para el escritor un imperativo de
conciencia y de consciencia. Es decir, de conciencia moral y de consciencia
intelectual. De donde surgen los conceptos de honradez moral y honradez intelectual.
Etienne Gilson, uno
de los más grandes especialistas en Filosofía Medieval, se destaca por haber
tenido presentes y claros ambos conceptos, Y, así, define al intelectual
“verdadero” como aquella persona para la cual la vida intelectual forma parte
de su vida moral, esto es, “un hombre que ha decidido, de una vez por todas, aplicar las exigencias de su conciencia moral a su vida intelectual”.
Y agrega que la primera virtud del “intelectual verdadero”, es la honradez
intelectual. De lo cual pasa inmediatamente a definir ésta, así como la
honradez moral: la honradez moral es un respeto escrupuloso por las reglas de
la justicia, y la honradez intelectual es un respeto escrupuloso por la verdad.
De todo lo anterior
podemos inferir que ninguna actividad del
verdadero intelectual debe llevarse adelante al margen de la conciencia
y del deber moral de respetar la justicia y la verdad; y que quien desvincule de su actividad la honradez, no
es un verdadero intelectual y sólo finge
serlo, porque se trata de un farsante, de un hipócrita, de alguien que no
valora debidamente ese quehacer y, en el fondo, de alguien que traicionando los
principios fundamentales de su función, traiciona a la sociedad y la Historia.
Queda claro, pues, que el
impulso de la honradez intelectual es la
honradez moral, porque todo ser humano que responda a su deber moral debe conducirse
por principios, con la consciencia de que los principios
del entendimiento deben funcionar sobre los principios de la Moral.
De esta correlación de los principios, de este orden lógico y metafísico de los principios, emerge el escritor “de carácter”. El escritor de principios firmes, que no le permiten desviarse de la verdad y de la justicia.
De esta correlación de los principios, de este orden lógico y metafísico de los principios, emerge el escritor “de carácter”. El escritor de principios firmes, que no le permiten desviarse de la verdad y de la justicia.
Aplicando el pensamiento de
Césare Cantú a la inversa, cabe definir a un escritor “sin carácter” como aquél
que “no tiene el propósito de permanecer tal como es. No persevera en sus miras
ni en su conducta. Carece vigilancia fuerte y de voluntad firme, por lo que toma
los matices de las cosas que le rodean. Muda de sentimientos por miedo a los
sucesos o por temor al ridículo. Enciende una vela a Dios y otra al diablo. Se afana
de parecer otro del que es. Se va detrás de la popularidad traicionando su
conciencia. Busca sólo su propio bien y no sabe qué hace ni por qué. No siente
con nobleza, no mantiene varonilmente, no espera con gallardía, con alteza de
miras, con claridad de propósitos, con franqueza de actos”.
Se trata, en síntesis, del
molusco moral al que nos referimos al comienzo, no, ciertamente, del
intelectual “verdadero”, sino de un burdo remedo que resulta ejemplar sólo por
la negatividad que refleja, oscureciendo los caminos en vez de iluminarlos con
el amor a la verdad.
Para finalizar: el verdadero
intelectual, vale decir, el verdadero escritor, comprende que se debe en todo momento y
circunstancia a las exigencias de la verdad, en la misma medida en que se debe
a las exigencias de la justicia, y que la verdad no se condiciona, no se
negocia, no se prostituye, no se da en arrendamiento, no se supedita a las
bajas pasiones, como la envidia o la ruindad, no se hace esclava de los
placeres, ni se apaga, ni se oculta, ni se le rehúye. Como dice el Evangelio, debe
ser luz colocada, no debajo de la mesa, sino en lo alto, para que ilumine la
casa.
Por cierto, ¿podemos confiar en la justicia
que pregonan los intelectuales que irrespetan la verdad, si se tiene en cuenta
que no puede haber justicia sin verdad como no puede haber verdad que no
encamine a la justicia?. Por algo anotó Joseph Joubert que “la justicia es la
verdad en acción”.