viernes, 2 de septiembre de 2016

EL ESCRITOR Y LA HONRADEZ Juan José Bocaranda E





EL ESCRITOR Y LA HONRADEZ
Juan José Bocaranda E

Estas ideas puede que sean “de Perogrullo”. Seguramente, también, han sido expresadas por personas mucho más calificadas que quien esto escribe. Sin embargo, hemos de anotarlas, pues  nos  apremian de momento:

El escritor que se deja seducir por  el fin  de complacer,  debería abstenerse de seguir  escribiendo. Primero, porque, debido a   la diversidad de ideas y de intereses que dividen el Mundo, es imposible complacer a todos. Segundo, porque los ideales y el carácter del escritor quedarían en entredicho si cayese en ese tipo de “oferta” sacrílega, que enturbia su misión. Y si por decir la verdad y defender la justicia queda sin lectores, aun en esa forma estará cumpliendo su deber de lealtad para con ellas. Porque un escritor sin principios es un molusco moral, que carece de la fibra espiritual necesaria para dar cumplimiento a su misión, que es expresarse. No, enseñar, pues,  a menos que se trate de una obra didáctica, no debe conducirse por la idea de enseñar a los demás, como presunto “maestro”, lo cual, sin embargo, no impide orientar, a condición de que ame la verdad y la defienda, lejos de la venalidad y de la entrega.
Claro está que una cosa es la verdad  y otra lo que el escritor supone que sea. Pero, en todo caso, debe expresar “su” verdad en forma sincera, desde el fondo del alma. Porque si finge, si no es fiel al ideal de la verdad, si miente, comete un “adulterio del corazón”, como alguien dijera.
Ahora bien, contrapartida a la suposición fiel y sincera de la verdad que tenga y mantenga un escritor, es  deber moral de otros escritores, de combatir el error. El deber de criticar  constituye para el escritor un imperativo de conciencia y de consciencia. Es decir, de conciencia moral y de consciencia intelectual. De donde surgen los conceptos de honradez moral y honradez intelectual.
Etienne Gilson, uno de los más grandes especialistas en Filosofía Medieval, se destaca por haber tenido presentes y claros ambos conceptos, Y, así, define al intelectual “verdadero” como aquella persona para la cual la vida intelectual forma parte de su vida moral, esto es, “un hombre que ha decidido, de una vez por todas, aplicar las exigencias de su conciencia moral a su vida intelectual”. Y agrega que la primera virtud del “intelectual verdadero”, es la honradez intelectual. De lo cual pasa inmediatamente a definir ésta, así como la honradez moral: la honradez moral es un respeto escrupuloso por las reglas de la justicia, y la honradez intelectual es un respeto escrupuloso por la verdad.
De todo lo anterior podemos inferir que ninguna actividad del  verdadero intelectual debe llevarse adelante al margen de la conciencia y del deber moral de respetar la justicia y la verdad; y que  quien desvincule de su actividad la honradez, no es un verdadero intelectual y sólo  finge serlo, porque se trata de un farsante, de un hipócrita, de alguien que no valora debidamente ese quehacer y, en el fondo, de alguien que traicionando los principios fundamentales de su función, traiciona a la sociedad y la Historia.

Queda claro, pues, que el impulso  de la honradez intelectual es la honradez moral, porque todo ser humano que responda a su deber moral debe conducirse por principios, con la consciencia de que los principios del entendimiento deben funcionar sobre los principios de la Moral.
De esta correlación de los principios, de este orden lógico y metafísico de los principios, emerge el escritor “de carácter”. El escritor de principios firmes, que no le permiten desviarse de la verdad y de la justicia.
Aplicando el pensamiento de Césare Cantú a la inversa, cabe definir a un escritor “sin carácter” como aquél que “no tiene el propósito de permanecer tal como es. No persevera en sus miras ni en su conducta. Carece vigilancia fuerte y de voluntad firme, por lo que toma los matices de las cosas que le rodean. Muda de sentimientos por miedo a los sucesos o por temor al ridículo. Enciende una vela a Dios y otra al diablo. Se afana de parecer otro del que es. Se va detrás de la popularidad traicionando su conciencia. Busca sólo su propio bien y no sabe qué hace ni por qué. No siente con nobleza, no mantiene varonilmente, no espera con gallardía, con alteza de miras, con claridad de propósitos, con franqueza de actos”.
Se trata, en síntesis, del molusco moral al que nos referimos al comienzo, no, ciertamente, del intelectual “verdadero”, sino de un burdo remedo que resulta ejemplar sólo por la negatividad que refleja, oscureciendo los caminos en vez de iluminarlos con el amor a la verdad.
Para finalizar: el verdadero intelectual, vale decir, el verdadero escritor, comprende que se debe en todo momento y circunstancia a las exigencias de la verdad, en la misma medida en que se debe a las exigencias de la justicia, y que la verdad no se condiciona, no se negocia, no se prostituye, no se da en arrendamiento, no se supedita a las bajas pasiones, como la envidia o la ruindad, no se hace esclava de los placeres, ni se apaga, ni se oculta, ni se le rehúye. Como dice el Evangelio, debe ser luz colocada, no debajo de la mesa, sino en lo alto, para que ilumine la casa.
Por cierto, ¿podemos confiar en la justicia que pregonan los intelectuales que irrespetan la verdad, si se tiene en cuenta que no puede haber justicia sin verdad como no puede haber verdad que no encamine a la justicia?. Por algo anotó Joseph Joubert que “la justicia es la verdad en acción”.