LOS
POLÍTICOS, “FORJADORES DE LA HISTORIA DIARIA”
Juan José Bocaranda E
El delirio de grandeza pudre de
tal manera la conciencia de los gobernantes, que los enceguece y les impide
pensar cuántas desgracias provocan en la vida de los gobernados, hasta en los
más pequeños detalles.
Como somos admiradores de la
“grandeza” de LOS POLÍTICOS y de la “labor de patria” que realizan a diario,
sacrificando vida, salud y tranquilidad
por el bienestar y la felicidad de los pueblos, consideramos conveniente transcribir el texto siguiente, que los
retrata de cuerpo entero y en forma excelente: nos referimos a “La Granja
Humana”, obra del eminente escritor
Salvador Freixedo, cuya autorización para publicarlo presumimos teniendo en
cuenta que al hacerlo estamos contribuyendo, -sin fines de lucro-, a un mayor y
mejor conocimiento de la ralea de esos sujetos.
Freixedo anota que “los políticos, los militares,
los maníacos del dinero y los fanáticos religiosos son los forjadores de la
historia diaria; los dueños visibles de este mundo; los causantes de las infantilidades y los
horrores que los periódicos del mundo entero recogen con prontitud y nos
presentan con alborozo todas las mañanas en sus primeras planas”.
Nos
permitimos subrayar algunas frases.
Refiriéndose
a LOS POLÍTICOS, escribe:
“Los
políticos son unos maníacos del poder puro. No gustan de las armas ni de la violencia física,
pero les gusta mandar. Les encanta ser vistos, ser tenidos en algo, ser
consultados. Por eso se derriten de gusto ante las cámaras de televisión o ante
un micrófono. Tienen por
lo general personalidades psicopáticas; sienten que les falta algo dentro de sí
y por eso quieren vivir en olor de multitudes. Temen y aman a los
periodistas porque éstos tienen el poder de destruirlos o de convertirlos en
ídolos de la sociedad. Y a su vez los periodistas —incluidos los directores de
los diarios— tienen debilidad por los políticos, porque son como los bufones
nacionales que les proporcionan gratis todos los días noticias frescas con las
que llenar las páginas que serán devoradas con avidez por la masa de papanatas
seguidores de partidos.
Algún día alguien tendrá que hacer un estudio
psicoanalítico de la curiosa simbiosis periodismo-política y más concretamente
periodista-político. Se aman y se odian; se necesitan y se detestan; se
construyen y se destruyen mutuamente. Ahí están los recientes casos «gate»: los
políticos engañando a los periodistas y éstos destruyendo a los políticos. Pero
a la larga no pueden vivir los unos sin los otros. Son los amantes de Teruel.
Se ha dicho que el poder corrompe especialmente a
los políticos. Pero esta corrupción no se refiere precisamente al mal uso o a
la apropiación de fondos ajenos, sino al cambio total de mentalidad y costumbres que en ellos se
opera una vez instalados en los puestos en los que se hacen invulnerables.
Se corrompen porque dicen sí a cosas a las que antes habían dicho de entrada
que no; se corrompen porque no cumplen lo que habían prometido y porque usan la
demagogia igual que sus predecesores; y los más encumbrados se corrompen porque
pierden por completo el contacto con el pueblo y ya no defienden tanto los
intereses de éste cuanto los propios y los del partido, y su gran meta se
convierte en mantenerse en el poder. Por eso, viendo la frecuencia con que esta
metamorfosis se da en los políticos una vez que cogen el mando, uno llega a
pensar que no es que el poder los deforme, sino que ya llegan a él deformados.
Pero —buenos o malos— la verdad es que los políticos tienen un enorme poder para torcer o
enderezar los rumbos de la sociedad y aun para hacer feliz o desgraciada la
vida de los individuos.
En las alturas, el político profesional pierde la
perspectiva de la sociedad y la ve de una manera completamente diferente. Le
sucede lo que a los que van en avión: desde arriba ven las cosas de una manera
distinta; en cierta manera mejor y en cierta manera peor. No reconocen los
lugares que desde abajo conocen muy bien, porque desde arriba no se ven las fachadas
de las casas; sólo se ven los tejados. Desde las alturas del poder no se ven
las caras de la gente y sus necesidades diarias y concretas; se ven sólo los
déficits de los presupuestos. No se ve al individuo; se ve la sociedad, la
nación, el Estado. El hombre concreto se difumina, se pierde, y el político se
olvida de él, flotando como está en nubes de coaliciones, alianzas, pactos y de
luchas para mantenerse en el puesto.
Los políticos que llegan a las grandes alturas
organizan con frecuencia viajes rituales de visitas mutuas, con gran pompa y
acompañamiento, ofreciéndose ramos de flores, solemnes recepciones con pases de
revista a filas de pobres esclavos en-fusilados, discursos en estrados
alfombrados, y grandes banquetes. En esto nunca fallan. La parte más importante
de estas visitas de Estado y las serísimas reuniones de trabajo de los grandes
estadistas radica en un gran banquete en el que no se repara en gastos. Ya no
se acuerdan de que los que pagan esos banquetes son sus convecinos; pero ellos
hace tiempo que no tienen convecinos, porque se aislaron del pueblo común y
viven en casas apartadas y muy bien custodiadas. Lo único que tienen es
compañeros de partido o de candidatura electoral. Ellos creen que quien paga
esos banquetes es «Hacienda», que es sólo una palabra; y además ya han tenido
la precaución de incluirlos en el «Presupuesto General del Estado» que son
otras tres palabras impersonales.
Los
políticos, desde las alturas del poder, se olvidan que lo que los hombres y
mujeres de su nación y los del mundo entero quieren ante todo es paz, pero
ellos gastan millonadas en comprar armas para tener tranquilos a los militares. No se
acuerdan de que lo que los hombres y mujeres piden, después de la paz, es un
puesto de trabajo y los políticos destinan miles de millones a obras
suntuarias, a palacios de ópera —para que se deleiten unos pocos que no
trabajan—, a conmemoraciones de descubrimientos, a préstamos a sus amigos
políticos de otros países, mientras millones de hombres concretos, conciudadanos
suyos en otro tiempo y para los que los aniversarios de descubrimientos y las
óperas suenan a música celestial, siguen padeciendo su incultura, arrastrando
su desesperanza por las calles de nuestras ciudades y mendigando mensualmente
la limosna estatal. Pero la gente normal no quiere limosnas; quiere un puesto
de trabajo para ganarse su pan.
Los políticos desde sus alturas megalomaníacas no
caen en la cuenta de que es un tremendo error que en una familia se le compre
un piano a uno de los hermanos cuando hay otro que no
come lo suficiente.
Hace años hice un terrible descubrimiento, una
tarde gris, a la puerta de las Naciones Unidas en Nueva York, después de una
gran recepción de gala: salían los embajadores de las diversas naciones, y
cuanto más miserable era el país que representaban,
más elegante era el «Cadillac» de su embajador.
Es cierto que los políticos no son los dueños totales de este mundo y
tienen que compartir el poder con los otros miembros de la «fraternidad negra»
—como dicen los esotéricos—, pero ¡cuánto mejor irían las cosas si llegados al
poder no se deshumanizasen tanto! “
Es nuestro deseo que cada quien saque sus propias
conclusiones. Pero que no por eso pierdan la fe ni la confianza en la
sinceridad, la abnegación y las siempre mejores intenciones de esos especiales
especímenes de la ralea política, gracias a cuyos esfuerzos y sacrificio, el
Mundo vive tiempos de paz, justicia y bienestar. La Humanidad se prosterna ante
LOS POLÍTICOS, honrada y agradecida, porque gracias a su alta moralidad la
Humanidad avanza y asciende.
¡Malditos!