LA PULPERÍA DE LOS POBRES
Ah, Germán:
eras un ángel metido a pulpero. Acostumbrado al Cielo, nunca te diste cuenta de
que habías encarnado en este infierno...
Germán
Mendoza. Mi gran amigo. Rectilíneo, trabajador y el colmo de la bondad. Tenía
en el pueblo una pulpería única en su tipo, seguramente, y a nivel mundial. Y es que Germán no quería percibir ni un
céntimo de ganancia por el expendio de
las mercancías, por lo que las cuentas no le daban. Y no le hubiesen dado ni
con el asesoramiento del mismo Barón Keynes.
El párroco,
también amigo, a quien Germán había servido como sacristán durante más de 30
años, jamás pudo convencerlo de la necesidad de que la pulpería generase
siquiera ganancias mínimas para sostenerse.
Le dije una
tarde:
- No puede seguir así, señor Germán. El padre
está en apuros pues tiene que suplir la pulpería cada ocho días, y eso lo tiene
quebrado. Él debe rendir cuentas al obispo.
-No, no, no.
No puedo cometer el pecado de lucro porque ese abuso lo prohíbe la ley de Dios.
Yo no estoy dispuesto a poner en riesgo la salvación de mi alma parando en el
infierno, repleto de mercachifles usureros, ruines, malintencionados,
despiadados y perversos.
No cedió. Y
para completar el cuadro, salía a la puerta del negocio y convocaba a los
transeúntes pobres, y les repartía gratis pan, arroz, maíz, plátanos, huevos,
de lo que hubiese.
-Niños, niños.
Aquí tienen unos caramelitos, y si quieren guarapo de papelón con limón, y
galletas, pidan y se les dará, que en este país el hambre está que galopa, pero
abundan la buena voluntad, las buenas intenciones, la solidaridad y el evidente
deseo de arreglar las cosas.
El problema
terminó cuando el obispo le quitó al sacerdote la parroquia dizque “por
rebelde”. Germán tuvo que ser ingresado
en un ancianato, donde murió seguramente en santa paz, como el ser humano
rectilíneo, puro y hasta ejemplar que fue.
Le escribí, en
una carta imaginaria le remití al reino del más allá: