EL DEBER MORAL EN EL EJERCICIO DEL PODER
Juan
José Bocaranda E
El
poder político es poder. Pero no vale por sí solo ni aun el supuesto de que ha
sido resultado de un proceso sano, verdaderamente democrático El poder no se justifica a sí mismo. Lo justifica el
acatamiento a las exigencias morales relativas tanto los fines que lo impulsen, como a los
medios que se seleccionen para
ejercerlo. Asumir el poder como suele hacerse en el “Estado de Derecho”, como
simple consecuencia de un proceso electoral, e imponerlo, sin más, sin ninguna
consideración de trascendencia espiritual, moral, humana, social, equivale a la
actitud de los déspotas de la antigüedad, que hacían reposar la justificación
del poder en la punta de sus espadas, sin detenerse a pensar en las consecuencias
ni en la forma de ejercerlo, como si la conquista del poder otorgase
privilegios y eximiese de deberes.
Aun
cuando la Constitución no lo dijese –que sí lo dice- es innegable que en atención a la esencia de
los derechos humanos, todo gobernante debe obrar bajo un conjunto de exigencias
morales que desembocan en el principio del buen uso del poder.
Conforme
al principio del buen uso del poder - lo hemos
anotado en incontables oportunidades- todos los funcionarios están obligados a
encaminar y dedicar su autoridad, a la
realización del bien, fin medular
del Estado Ético de Derecho en que se
convierte todo Estado desde el momento
en que consagra en su legislación los derechos humanos.
Y no hay
pretexto ni evasión posible al concepto
de "bien" que exige el Principio Ético Constitucional: “bien”, en
el contexto del Estado Ético de Derecho, significa todo aquello que redunde a
favor del enaltecimiento de la dignidad humana; lo que pueda contribuir al
progreso del ser humano, desde el ámbito espiritual y moral, hasta el cultural
y el material. Lo que contribuya a elevarlo. No a hundirlo. No a envilecerlo. No a
degradarlo. No a enlodarlo ni reducirlo a la esencia de la mera animalidad.
Cuando
los funcionarios desvían estos cometidos, cuando caen en el abuso y en la
prepotencia; cuando se convierten en simples ganapanes del enriquecimiento
ilícito y de la corrupción; cuando maltratan, arrebatan y se esconden tras el
parapeto del cargo, juzgándose intocables; cuando se dan el lujo de apoderarse
del dinero público “porque sí”; cuando abusan porque suponen que todo seguirá
igual, sin "día del juicio"; cuando utilizan para el mal y para
satisfacer sus intereses personales o de grupo, los medios, los recursos y la
condición que les ha sido conferida para realizar el bien, desnaturalizan los fines fundamentales del Estado y se convierten
en delincuentes morales.
Lamentablemente
la delincuencia moral pasa desapercibida, mientras la ley penal queda reservada
a los tontos, únicos que van a la cárcel, desgraciadamente.