EL
EMPAREDAMIENTO
Juan Josè
Bocaranda E
Ya en plena madurez un hombre fue asaltado por una inquietud indefinida.
Era como una especie de sed que nada podía calmar. Consultò a varios médicos, pero
ninguno acertò en la causa de aquella sorda ansiedad. Una noche fue a la cama
antes de lo acostumbrado. Se quedó dormido en breve tiempo. Al amanecer, cuando
despertó, se sentía extrañamente cansado, como si hubiese estado caminando
durante largas horas. Se sorprediò cuando vio las paredes salpicadas de frases,
muchas de ellas inconclusas, como si varias personas se hubiesen convocado para
implantar allì los màs diversos pensamientos, extrañas referencias a sucesos
desconocidos, surcos y surcos de letras, como una sementera de signos. Algo le
dijo que tenìa que escribir, y asì lo hizo. Escribìa y escribìa. Nada podía
detenerlo. Historias, poemas, relatos, reflexiones, epístolas imaginarias. Què
fue lo que no escribió…
Sin embargo, jamàs pasò por su mente la idea de dar a conocer, ni
siquiera a su esposa, aquellos escritos. Era como una tarea secreta, casi como
una misión sin destino. Para èl lo fundamental estaba en el deseo de dar salida
a una voz interior, de dar curso a la libertad de expresarse. Comprendiò
que escribir es conocerse a sì mismo,
pues quien escribe se va sacando cosas del alma, que tenìa escondidas sin
saberlo.
No. No escribìa con la idea de publicar. Es màs: si hubiese pensado en ello,
seguramente le hubiese causado terror que otros conocieran sus escritos,
estuvieran al tanto de sus ideas, de sus opiniones, de su forma de pensar, de
sus falencias, de sus errores. Le temìa, y mucho, a la crìtica, pues ante ella
se sentía desnudo y expuesto al ridículo
o a la diatriba. Sin embargo, le era absolutamente imposible
sustraerse a la necesidad de escribir.
Buscò, entonces, una alternativa a la abstención, una forma de ceder al
ansia de escribir y al mismo tiempo evitar que leyeran lo que había escrito. Y
se le ocurrió la idea, casi demencial, de “emparedar” la producción, para lo
cual construiría un anexo a la casa, con el pretexto de que necesitaba trabajar
sin interrupción y sin causar molestias a los demás de la familia, si se le
ocurrìa hacerlo durante la noche. Levantarìa, puès, paredes dobles, para
encerrar las numerosas cajas llenas de papeles. Sin embargo, le asaltò la
pregunta: ¿còmo saber cuàndo dejarìa de escribir, para entonces cerrar
definitivamente las paredes? Y en el mar de la duda y de la angustia se le escapò el tiempo.
Una mañana, cuando la esposa fue a llevarle el café, encontró la luz
encendida. Supuso que estaba trabajando, y lo viò sentado, como de costumbre,
frente al escritorio. Pero, no respondió a su saludo. Tenìa los ojos abiertos y
la mirada fija en una hoja a mediocomenzar. Habìa muerto.
Claro que ni a la mujer ni a los hijos les interesò aquel montòn de cajas llenas de
papeles. Ellos buscaban oro, joyas, dinero, billetes de banco, títulos de
valor, documentos de propiedad. Pero, no hallaron nada de eso sino “papeles
llenos de cosas inútiles, improductivas”. Y ordenaron a la mujer de servicio
que lo recogiera todo, lo metiera en bolsas y lo colocara frente a la casa para
que se lo llevara el camión del aseo urbano. Asì sucedió, exactamente. Ni màs
ni menos.
La mujer y los hijos se abocaron a repatir la herencia. Decidieron
vender la casa. Cuando el futuro dueño fue a conocer el anexo, encontró escrita
en unas de las paredes, con pintura roja y caracteres gruesos, esta extraña
consigna:
“HAY QUE DAR SALIDA A LA VOZ DEL
CORAZÒN. ESO ES LO VERDADERAMENTE IMPORTANTE. NO ESCRIBIR PARA SER CONOCIDO
SINO PARA CONOCERSE”.