miércoles, 20 de mayo de 2015

EL EMPAREDAMIENTO. Juan Josè Bocaranda E


EL EMPAREDAMIENTO
Juan Josè Bocaranda E

Ya en plena madurez un hombre fue asaltado por una inquietud indefinida. Era como una especie de sed que nada podía calmar. Consultò a varios médicos, pero ninguno acertò en la causa de aquella sorda ansiedad. Una noche fue a la cama antes de lo acostumbrado. Se quedó dormido en breve tiempo. Al amanecer, cuando despertó, se sentía extrañamente cansado, como si hubiese estado caminando durante largas horas. Se sorprediò cuando vio las paredes salpicadas de frases, muchas de ellas inconclusas, como si varias personas se hubiesen convocado para implantar allì los màs diversos pensamientos, extrañas referencias a sucesos desconocidos, surcos y surcos de letras, como una sementera de signos. Algo le dijo que tenìa que escribir, y asì lo hizo. Escribìa y escribìa. Nada podía detenerlo. Historias, poemas, relatos, reflexiones, epístolas imaginarias. Què fue lo que no escribió…
Sin embargo, jamàs pasò por su mente la idea de dar a conocer, ni siquiera a su esposa, aquellos escritos. Era como una tarea secreta, casi como una misión sin destino. Para èl lo fundamental estaba en el deseo de dar salida a una voz interior, de dar curso a la libertad de expresarse. Comprendiò que  escribir es conocerse a sì mismo, pues quien escribe se va sacando cosas del alma, que tenìa escondidas sin saberlo.
No. No escribìa con la idea de publicar.  Es màs: si hubiese pensado en ello, seguramente le hubiese causado terror que otros conocieran sus escritos, estuvieran al tanto de sus ideas, de sus opiniones, de su forma de pensar, de sus falencias, de sus errores. Le temìa, y mucho, a la crìtica, pues ante ella se sentía desnudo y expuesto al  ridículo o a  la diatriba. Sin  embargo, le era absolutamente imposible sustraerse a la necesidad de escribir.
Buscò, entonces, una alternativa a la abstención, una forma de ceder al ansia de escribir y al mismo tiempo evitar que leyeran lo que había escrito. Y se le ocurrió la idea, casi demencial, de “emparedar” la producción, para lo cual construiría un anexo a la casa, con el pretexto de que necesitaba trabajar sin interrupción y sin causar molestias a los demás de la familia, si se le ocurrìa hacerlo durante la noche. Levantarìa, puès, paredes dobles, para encerrar las numerosas cajas llenas de papeles. Sin embargo, le asaltò la pregunta: ¿còmo saber cuàndo dejarìa de escribir, para entonces cerrar definitivamente las paredes? Y en el mar de la duda y de la  angustia se le escapò el tiempo.
Una mañana, cuando la esposa fue a llevarle el café, encontró la luz encendida. Supuso que estaba trabajando, y lo viò sentado, como de costumbre, frente al escritorio. Pero, no respondió a su saludo. Tenìa los ojos abiertos y la mirada fija en una hoja a mediocomenzar. Habìa muerto.
Claro que ni a la mujer ni a los hijos les  interesò aquel montòn de cajas llenas de papeles. Ellos buscaban oro, joyas, dinero, billetes de banco, títulos de valor, documentos de propiedad. Pero, no hallaron nada de eso sino “papeles llenos de cosas inútiles, improductivas”. Y ordenaron a la mujer de servicio que lo recogiera todo, lo metiera en bolsas y lo colocara frente a la casa para que se lo llevara el camión del aseo urbano. Asì sucedió, exactamente. Ni màs ni menos.
La mujer y los hijos se abocaron a repatir la herencia. Decidieron vender la casa. Cuando el futuro dueño fue a conocer el anexo, encontró escrita en unas de las paredes, con pintura roja y caracteres gruesos, esta extraña consigna:

“HAY QUE DAR SALIDA A LA VOZ DEL CORAZÒN. ESO ES LO VERDADERAMENTE IMPORTANTE. NO ESCRIBIR PARA SER CONOCIDO SINO PARA CONOCERSE”.

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