LA MONJA DESCALZA
“Es el año 1.561. Me llamo Ligia.
Tengo 8 años de edad. Vivo con mis padres en un caserío ubicado en un valle
hermoso de un lugar de España. Mi padre, Florencio, es comerciante. Negocia
ganado. Mi madre, Dilcia del Carmen,
cultiva una parcela y una pequeña granja de aves. Vende productos agrícolas y
huevos. Los tres vivimos felices. De vez en cuando nos visitan un hermano de mi
madre, su esposa y sus dos pequeños hijos. Cómo nos divertimos. Ellos viven muy
muy lejos, a varias semanas de camino de nuestra casa.
Suelo acostarme temprano. El sueño me domina apenas
tomo la cena. Pero esta noche, mientras duermo, oigo ruidos extraños, gritos,
alboroto. Es como una pesadilla muy fea, que me llena de miedo. Grito, quiero
correr, pero no puedo despertar.
Cuando por fin logro abrir los ojos me encandila el
sol, y tengo que cerrarlos nuevamente. Mientras tanto escucho murmullos y alaridos
de muchas personas a la vez, que no me permiten oír con claridad. Abro los ojos
y me veo rodeada de personas que no conozco. Miro a todos lados. Llamo a
mis padres. Escucho llanto de niños. Alguien me levanta del suelo y me coloca
en una pequeña embarcación. Todo muy de prisa…
… Ahora me veo en un barco muy grande, en medio de gente
que me es desconocida. Algunos usan palabras que jamás había escuchado. Llamo a
papá, a mamá, llorando a gritos, muy asustada. Oigo decir que anoche llovió
mucho, mucho, y que todo se inundó y que el barro dejó cubiertos
árboles, casas, ganado y numerosas personas. Me asalta la idea de que mis
padres hayan perecido. Jamás volveré a verlos, ni a ellos ni a mi tío ni a mis
primos. Siento que se me oprime el corazón.
…
Ahora me veo en una casa grande. Se parece a un poco a
la iglesia del pueblo. Después me dicen que es un convento, y me explican qué
significa. Es el Convento de San José de Ávila.
Por delante de mí pasan muchas monjas que van y vienen
muy apresuradas. Llevan ropa, cobijas, niños, ancianos. Nos preparan camas. A
mí me carga una monja que llaman Elodia. Me consuela, me tranquiliza y me trata
con mucho cariño.
Dicen entre ellas que “Madrecita” está por llegar al
convento.
Me llevan a un comedor muy grande. Me dan de comer y
me conducen a un cuarto con muchas camas. Hay colchones sobre el suelo. Mucha
agitación.
Al día siguiente me despierta la claridad del sol.
Entra la hermana Elodia, siempre pendiente de mí. Me lleva para asearme y me
conduce al comedor. Me dice que la Superiora del Convento es “Madrecita”, Teresa de Jesús, “la fundadora”. Me
encuentro en la sede de las hermanas carmelitas descalzas.
…
Ya soy monja de clausura. Me han asignado el nombre
María de la Salvación. Pero generalmente me conocen como la “Hermana
Salvación”.
Ya conozco a “Madrecita”. Me trata con muchísimo
cariño. Me enseña muchas cosas de doctrina cristiana. Es muy piadosa. Se la
pasa hablando de su esposo Jesús, y de la muerte, que es su “hermana”. Me dice
que en este mundo estamos de paso y que por eso el tiempo vuela muy
rápidamente. Sin embargo, me asegura que yo seguiré allí muchos años más; y que me iré años
después de su fallecimiento…
Desde que me trajeron cuando niña, jamás he salido del
Convento, ¿y para qué, si es aquí donde está lo mío y me siento feliz?. Estoy
dedicada a la oración activa del trabajo consagrado al amor de Dios, y a la
realización de diversos oficios: asear; ayudar a preparar los alimentos para la
comunidad; lavar la ropa de las hermanas
y de las camas; cultivar el huerto y los jardines; ir al bosque a recoger leña; cuidar a los
animales, gallinas, pollos, cerdos, hasta caballos. Me enseñaron a leer y
escribir. Hay una biblioteca, que visito de vez en cuando, sólo los domingos,
porque dispongo de un poco más de tiempo.
Me acuesto muy cansada pero contenta por el servicio
que presto y porque todo trabajo se lo dedico a Dios, y eso me da fuerzas hasta
el final de mis días.
Cuando “Madrecita” murió, todos nos hundimos en
profunda tristeza, pero la fuimos superando al recordar sus enseñanzas respecto
a la muerte y al dolor.
Desde que me consagré al Señor como monja, he tenido la
misma celda, humilde, sencilla y escueta: un camastro, un cajón para la
lámpara, una silla y un crucifijo. Eso es todo lo mío en este mundo. No debo
olvidar que hice voto de pobreza.
…
Estoy muy ancianita, muy débil. La hermana Elodia
falleció. La hermana Antonia, la enfermera, me dispensa sus atenciones con
mucha dedicación, con mucho amor. Le pido que llame pronto al sacerdote, para
confesarme y para la extremaunción. Sé que la muerte está aquí a mi lado. Como
decía Madrecita, yo también deseo que venga pronto, para ir al encuentro con
Dios…. “ y tan alta vida espero que muero porque no muero…”.
Entrego mi alma a Dios, una tarde del mes de mayo de
1643, a los 93 años de edad.
…………………
…………………
Este es el relato que hace mi esposa Lucía Margarita,
al doctor Alberto Benavides, autor de numerosos libros relativos al sexto
sentido, y experto en regresiones.
Quise llevar a mi esposa a este conocedor, porque ella
me dice que siente la urgencia del alma en conocer sus vidas pasadas.
La he complacido. El resultado ha sido doblemente asombroso:
para ella, porque la llena de gozo saber de dónde vino y revivir hermosos y
apacibles recuerdos de su vida monacal. Y para mí, debido a que la consagración
de ella como monja, me explica muchas cosas respecto al por qué de su vida
devota y familiar de hoy, en esta existencia junto a mi, a mi y con
nuestros hijos. Me doy cuenta de que conserva en esta vida, para conmigo y para
con ellos, las mismas virtudes que
cultivó en aquellos tiempos, hace ya varios siglos: amor, bondad, humanidad,
humildad, espíritu de servicio, pureza, vida ejemplar en todo sentido. Y ello explica por qué ha sido tan excelente
esposa, madre, hija y hermana, vertiendo amor, caridad, paciencia, bondad y
buena intención en todo lo que hace y para con todo ser humano. En síntesis,
ahora comprendo por qué canta cuando le duele la cabeza…
Me da la impresión de que, cuatro siglos después de la muerte de la
Hermana Salvación, la hubiesen
trasladado directamente y fresquecita, espiritualmente pura e intacta, del
Convento de San José de Ávila, a éste nuestro hogar, donde somos felices. ¿Y
quién no con esta clase de mujer tan ejemplar?
Suelo rogar a Dios que nos permita a Lucía Margarita y
a mí, estar juntos por siempre en el otro mundo. Manifestación de esta plegaria
son las siguientes estrofas:
PLEGARIA DEL AMOR ETERNO
Lucía:
Pidamos a los pies del Padre Santo.
Roguemos por la permanencia de nuestro amor y unión
con un clamor:
“Te suplicamos, oh Dios, a todo
trance,
con el corazón palpitando entre las
manos,
decretes la eternidad de nuestro amor
para que venza el abismo del dolor y el tiempo.
Te pedimos, Señor, humildemente,
concedas a este amor que un día encendiste
con el soplo milagroso de tu aliento,
le concedas pervivir con llama
propia
como lámpara votiva de tu Templo.
El nuestro es un amor que compenetra
y vivifica, un amor profundo y
puro
que para no ir a la nada
intrascendente
precisa de la unión de estas dos almas
que a ti claman por luz de
eternidad y eterno canto.
Atiende, oh Dios, a las plegarias
de estos dos fervorosos suplicantes.
Preserva por siempre la vida de esta planta
sembrándola en el humus de tu Cielo
adonde las garras de la muerte
no la alcanzan”.
DECRETO DE ETERNIDAD
Lucía:
Anoche soñé que Dios,
atendiendo al clamor de nuestra súplica,
decretó
la eternidad de nuestro amor,
por comprender la razón de nuestra angustia:
“Un amor tan intenso, un amor tan puro,
un amor hermoso como mi propio
Cielo,
no merece el fin,
y debe prevalecer sobre la muerte.
Le daré la consistencia del diamante,
el alma inmarcesible de la luz
y la duración del sol y las estrellas,
y lo haré extenderse y crecer en el confín del universo
y lo fijaré en el telón del cielo
como estrella especial,
de resplandor eterno”.
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